Soy psiquiatra en el Hospital Psiquiátrico de la CNS desde hace aproximadamente diez años. Casi todos los días veo pacientes nuevos, pacientes que re-consultan, o que vuelven luego de un tiempo . Y también hay quienes no regresan. Hay quienes faltan a sus citas y desaparecen; a veces regresan meses después, a veces no regresan nunca. Y aunque en ocasiones me encuentro preguntándome qué fue de ellos, los que no volvieron, la mayor parte del tiempo no lo hago. No por negligencia, sino porque rara vez recordamos a quienes no regresan. A veces el paciente no vuelve porque no puede: perdió el seguro, no se animó o se sintió expuesto y hasta maltratado. A veces no vuelve porque no hubo clic, rapport o alianza terapéutica, y a veces, incluso, no vuelve porque lo que hicimos fue suficiente. Lo más difícil de aceptar—como médicos y especialmente como psiquiatras—es que muchas veces no sabremos exactamente por qué. No sabremos si ayudamos o fallamos. Generalmente pensamos que si el paciente vuelve es porque hicimos bien nuestro trabajo. Pero la realidad—y esto no necesariamente es cierto, aunque se sienta así—es que en psiquiatría no controlamos todas las variables. Y así como muchas veces no sabemos del todo cómo logramos ayudar, tampoco sabemos con precisión por qué no lo hicimos.
Es por eso que, cuando me pongo a pensar en quienes no volvieron, pienso también en quienes se quedaron, y en cómo terminan influyéndonos, moldeando en gran parte nuestra práctica, lo que pensamos de nosotros mismos y lo que creemos del proceso terapéutico. Tanto los que se quedan como los que no vuelven nos dicen algo sobre nosotros. Pero, como ya hemos dicho, es mucho más difícil saber qué nos dicen los que se fueron. Aun así, ambos grupos —quienes permanecen y quienes se van— nos hablan. Estas son algunas ideas.
I. Solo vemos a quienes permanecen: El peligro del sesgo de selección
En ocasiones caemos en la trampa de asumir que somos mejores de lo que verdaderamente somos. Muchos pacientes que atendemos llegan desde experiencias clínicas anteriores que no fueron satisfactorias. Si su anterior psiquiatra les resultaba adecuado, es probable que se hubieran quedado con él o ella, pero si algo falló, buscaron otras opciones, y esas opciones somos nosotros. Por ello resulta fácil y hasta tentador pensar: "yo acerté con el diagnóstico", "yo generé confianza", "yo pude ayudar". Pero quizá no somos mejores, sino simplemente los siguientes en una cadena.
Lo cierto es que sólo vemos a quienes permanecen y creernos que ellos permanecen porque somos buenos es un sesgo peligroso.
Quienes no regresan desaparecen de nuestro campo clínico, de nuestro rador, llevándose consigo la oportunidad de saber si nuestra intervención ayudó, molestó, aburrió, fracasó o simplemente no fue suficiente1. Esa parte de la práctica clínica es silenciosa e invisible, aunque constituye una proporción significativa de nuestro quehacer. En ese vacío proyectamos, a veces grandeza, y en otras culpa.
Quizá lo más honesto sea admitir que sobre quienes no volvieron no sabemos nada, y es así que quienes permanecen conforman día a día nuestra práctica. Con ellos ensayamos, revisamos y ajustamos nuestras convicciones, estilos y rutinas. Pero esta experiencia valiosa surge inevitablemente de una muestra sesgada, y es fundamental recordar que no representa a todos, sino sólo a quienes permanecen.
II. Cuando los que permanecen nos forman
Esta sección puede parecer similar a la anterior, pero hay una diferencia crucial. Antes hablábamos de cómo nuestra práctica clínica se construye sobre quienes permanecen y cómo eso puede sesgar nuestra percepción. Ahora nos centramos en cómo interpretamos subjetivamente la permanencia y el éxito terapéutico, convirtiéndolos en una fuente de ilusión personal. Porque con el tiempo, no sólo edificamos nuestra práctica con quienes se quedan, sino también nuestra identidad profesional, y aunque esto es natural, es esencial reconocer que nuestra eficacia en psiquiatría está compuesta por muchas variables, siendo nuestra intervención apenas una de ellas.
No es fácil sostener la incertidumbre clínica. Por eso, cuando algo funciona, rápidamente lo interpretamos como una confirmación personal: el paciente mejora, vuelve, agradece, y nosotros inevitablemente sentimos orgullo. Es ahí donde nace la ilusión.
Así, nuestra consulta se llena progresivamente de pacientes que coinciden con nuestra manera de trabajar. El terapeuta cálido atrae a quienes buscan contención emocional; el estructurado, a quienes necesitan orden; el intervencionista, a quienes requieren decisiones rápidas; el pragmático, a quienes buscan resultados concretos, etc. Se crea entonces un círculo virtuoso, pero a veces también narcisista, que genera una retroalimentación favorable constante.
Sin embargo, sucede algo más profundo: los pacientes no sólo nos eligen, también nos moldean. Su permanencia o rechazo, confianza o silencio, determinan nuestras decisiones clínicas, nuestro estilo y hasta nuestra personalidad profesional. Al final, no sólo somos quienes construimos la práctica, somos en gran medida producto de quienes se quedaron.
Por eso hablamos de ilusión: porque confundimos permanencia con éxito, afinidad con eficacia y agradecimiento con certeza clínica. No porque no hagamos bien nuestro trabajo, sino porque a veces creemos hacerlo por las razones equivocadas.
III. Los que no vuelven
Y sin embargo, en ese silencio que dejan los que no vuelven, hay un eco de su presencia. Su ausencia en nuestra consulta no es un vacío, sino el escenario de una historia que continúa sin nosotros como testigos. Son ellos los protagonistas de su propio camino, cargando a solas o con alguien más su roca, esa que por un instante intentamos ayudarles a empujar. Tal vez nuestra intervención fue solo un respiro en la orilla, un empuje fallido o un cambio de postura. Pero la roca sigue ahí, y ellos, a su manera, la siguen subiendo. Son como Sísifo, no condenados por los dioses, sino impulsados por una necesidad interna de buscar la cima de una montaña que quizá no exista o , por lo menos, no existió con nosotros. Su partida de nuestra práctica no es una rendición, sino la continuación de su búsqueda en otros términos, bajo otras luces y otras personas, o quizá en la oscuridad más completa.
En ese esfuerzo solitario yace una forma de dignidad que se nos escapa. Es ahí donde debemos imaginarnos a Sísifo feliz2; no porque el absurdo de su tarea haya desaparecido, sino porque la ha hecho suya. Su victoria no reside en una cura que nosotros podamos certificar, sino en la autonomía de su lucha, en el acto mismo de seguir empujando. Si lo vemos así, su silencio deja de ser solo un misterio para nosotros y se convierte en una enseñanza. Nos muestra los límites de nuestra intervención y la frontera de nuestra soberbia. Aceptar el vacío que dejan, sin llenarlo con la fantasía de nuestro éxito o la culpa de nuestro fracaso, es el verdadero desafío. Ese es nuestro propio viaje como psiquiatras y terapeutas: aprender a tolerar la pregunta abierta, la historia sin final conocido. Quizá esa es, al final, nuestra propia roca que empujar cada día en la consulta.
Quería mencionar entre todas esas alternativas que también no vuelven porque hicimos daño, pero soy un firme creyente que conscientemente un psiquiatra jamás lo haría.
Camus, A. (2004). El mito de Sísifo, trad. Esther Benítez. Madrid: Alianza.